
Cuando enseñó sus cartas comenzó el declibe. Los goles dejaron de acompañarle y... poco más le quedaba. Regresó al Mallorca donde todo siempre marchó bien, pero ya nunca fué lo mismo.
Intentó relanzar su carrera fichando por el Betis y la fortuna tampoco le sonrió. Allí se encontró con Oli (ridícula competencia) que le relegó al banquillo y cada vez más también al olvido. Acabó paseando sus enormes cualidades como tanque nacional más propias del Ejercito de Tierra que de un terreno de juego por los campos de segunda división en la zona atacante del Burgos.
Colgó sus botas (en ocasiones cargadas de plomo) antes de los 30. Triste final para un diamante que ningún entrenador fué capaz de pulir y sacar todo el brillo que acumulaba.
Los amantes del buen fútbol le olvidaron, pero su legado sigue vivo (véase Zigic ó Palermo).